Desde mi confortable tumba

Gracias a mis compañeros y amigos por contar conmigo para formar parte de El Calzador.

Reconozco con cierta timidez, que no me ha sido sencillo elegir una temática lo suficientemente atractiva, como para no desentonar demasiado con los fantásticos posts de mis antecesores.

Por ello, dando un «salto mortal», fuera de mi zona de confort, me he decantado con un relato corto que, para mí, tiene mucho trasfondo, y que invita a la reflexión. Desde mi confortable tumba.

Espero de corazón, que os guste.

Un abrazo

Delia

DESDE MI CONFORTABLE TUMBA

Los muertos siempre son excelentes personas. Es una realidad innegable.

Parece ser que, una vez traspasados los infranqueables muros que nos separan del misterioso «otro lado», todos nuestros pecados y ofensas se transforman en elogios y palabras de agradecimiento infinito. Menuda hipocresía.

buried-enterrado-006--644x362No obstante, mentiría si dijese que no fueron infinidad de veces las que fantaseé con asistir a mi propio entierro. Y es que cuando estás yaciendo sobre tu acolchada tumba, todo se ve desde otra perspectiva. No puedo negar que mi ataúd es cómodo, incluso de agradable textura. Madera maciza, acabados con todo lujo de detalles, y un barnizado de los que marcan la diferencia.

Ser un muerto en vida no era tan malo, después de todo. Aunque la soledad puede llegar a ser insoportable, sobre todo si no tienes a mano tu cajetilla de tabaco. Pero de lo que sí disponía, y de manera generosa, era de tiempo para pensar y observar. El único problema, es que cualquier pensamiento me acababa arrastrando irrefrenablemente a ELLA.

Agoté las últimas caladas de mi cigarrillo y expulsé el humo, jugando con la intensidad de mis bocanadas, mientras imaginaba aquel ansiado evento como algo simplemente grandioso. Sí, lo sé. Si la vanidad tuviera un nombre, sería el mío: Emilio Galán.

Asistirían cientos de personas. Antiguos compañeros del colegio, grandes amigos de la universidad, colegas de profesión, un par de ex novias consternadas, familiares lejanos, muy lejanos y alguna que otra cara desconocida.

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Un gran discurso de despedida, muchas flores y sollozos de fondo. Que buen amigo fue Emilio. ¡Aún mejor hijo! Cómo le echaremos de menos, dirían algunos al unísono y otros a destiempo, corroborándolo. Mintiendo, con total impunidad.

Tras las ovaciones, de los reconocimientos, de las despedidas entrañables, solamente quedaba un amargo sabor de boca por no haberla encontrado a ELLA entre todas aquellas personas. Apreté con rabia los ojos, y la busqué, desesperadamente.

¿Tanto me desprecias Carmen, como para no querer asistir ni a mi funeral, joder? Quizá no se había enterado de mi trágica muerte. O puede que haya tenido una avería con el coche, y se ha retrasado.

Pero Emilio, ¿te estás oyendo?, suenas patético. Pareces una mocosa adolescente justificando lo injustificable. Carmen no estaba allí porque simplemente me odiaba, por eso se marchó de casa. Y al echar el último vistazo, comprendí que, después de todo lo que había pasado, esa santa mujer no quería verme ni muerto.

«¡Hasta que la muerte nos separe!», grité una y mil veces, carcajeándome para mis adentros de tamaña falacia. El eco de mi voz rota, retumbaba en mi propio féretro.

No te mientas, Emilio. Ni aún después de tu óbito eres capaz de arrancarla de tus entrañas, las cuales, dicho sea de paso, empezaban a ser devoradas por un tropel de gusanos hambrientos.

Quise escapar a mi muerte. Salir en su búsqueda, y pedirle perdón por algo que no llegaba a comprender. Estaba atrapado, nadie me escuchaba. Y aunque mi corazón no latía, sentía que me asfixiaba lentamente. Estaba vivo, y enterrado en una pesadilla, bajo metros y metros de profundidad.

Preso de la impotencia me revolví. Pataleé en las profundidades de mi nicho, mi cárcel, y desperté de aquel averno para aparecer en otro. El despertador sonó estrepitosamente. Emilio, hora de levantarse.

Aspiré un delicioso aroma a flores frescas, y apreté con fuerza los párpados, para no despertar. Deslicé delicadamente mi mano por la cama, en busca del origen de aquel maravilloso perfume, hasta toparme con ella. De la suavidad del raso, pasé a la exquisitez de su espalda, y la recorrí sin pudor dibujando círculos sobre ella.

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Primero con mesura, después con cierta rudeza, apretando las yemas de mis dedos, hasta marcar su tibia piel en un intento desesperado por poseerla.

Rodeé su menudo cuerpo con mis brazos para evitar su posible fuga, y la deslicé a mi lado de la cama para besarla como nunca antes lo había hecho. Aparté su cabello cobrizo para dejar desnudo y expuesto su cuello, y le susurré lo mucho que la amaba. Que estar este tiempo sin ella, había sido para mí como estar enterrado en vida. Carmen.

Busqué con codicia el encuentro con sus sonrojados labios, y la decepción se convirtió en furia, en desprecio. Agarré su fino cuello con mis manos, y la tomé salvajemente hasta la extenuación.

Cuando salí de aquel estado de enajenación, huí escopetado de la habitación para evitar tropezar con sus engorrosos gimoteos, que intentarían desenmascarar al monstruo en el que me había convertido.

Me temía que en esta ocasión, ni la repetida docena de rosas rojas que solía enviar a su trabajo, ni el más sincero de los perdones lograrían arreglar esa situación. Daniela había llegado al límite de su paciencia conmigo, y era comprensible. El fantasma de Carmen, pesaba demasiado.

Mientras rompía el agua helada sobre mi cabeza, cerré los ojos, y la busqué con desesperación entre los asistentes a mi funeral. Familiares, compañeros del hospital, vecinos  inclusive, algún antiguo paciente con el que conservaba buena relación. Pero ni rastro de Carmen.

En el centro de aquella aglomeración, mi cuerpo yacía en un elegante ataúd. Desde allí, contemplaba cómodamente mi vida transcurrir, como si fuera una soporífera película de sobremesa.

Cuando volví a abrir los ojos, estaba atrapado en un atasco de los que hacen historia. Me encendí un purito, e intenté tomármelo con tranquilidad mientras revisaba, con gestos de preocupación, las reuniones del día con los directivos del Laboratorio.

El cenicero albergaba al menos una cajetilla de puritos Vegafina calcinados, apurados hasta las vísceras. También flotaban dos o tres colillas en el poso del café, como cuerpos inertes, aguardando a ser rescatados.

Cuando quise reaccionar, contemplé horrorizado que me había pasado al carril contrario. Divisé a lo lejos una mancha azul que avanzaba a gran velocidad. Apreté mis manos sobre el volante y permanecí quieto. Una parte de mí quería reaccionar. Vivir.

Pero otra, aún más dominante, deseaba con todas sus fuerzas esperar aquel impacto liberador. Un gran estruendo al colisionar. Un leve dolor pasajero, que sería mitigado rápidamente por un silencio sepulcral mezclado con olor a lirios frescos. Sus flores favoritas.

¿Cómo la muerte podía tener un perfume tan embriagador? Ella era mi muerte y no me importaba. Lo único que deseaba era visualizarla por fin, entre aquella aglomeración de desconocidos que celebraban con llantos, y de común acuerdo, mi propia muerte.

Una suave melodía me arrancó de mi locura, justo a tiempo para dar un volantazo, y evitar la inminente tragedia. Aún sin aliento, y con las manos temblorosas, salí de la carretera y estacioné en el arcén para evitar un mal mayor.

Logré encenderme un purito para calmar los nervios, y rompí a llorar como un niño pequeño, aferrándome a la vida con el mismo ahínco con el que había arañado las paredes del sarcófago donde había yacido tantos meses.

Una vez repuesto del sobresalto, cogí el móvil del interior del maletín y comprobé que tenía cinco llamadas pérdidas. Daniela.

Bendita Daniela. Ella jamás llegaría a saberlo, pero me había salvado la vida, en muchos sentidos.

Delia M. Rodríguez

@derechoadelia

Un comentario en “Desde mi confortable tumba

  1. Te hace sentir la necesidad de querer terminar la frase, para poder saber que arrojará el muerto desde la tumba.

    Felicidades a todos y en particular a Delia por estas líneas, en definitiva queremos más de estos.

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