Plan

Me siento ante el folio. Qué contar que no se sepa, que no haya salido antes en tanta red social, tanta gaita, tanto mensaje instantáneo. Como las peores sopas. Presentación, nudo y desenlace, así se hace todo. Se debe comenzar con algo breve pero atractivo, la primera impresión es la que cuenta. Como regla general, no debe ocupar más de un quinto. Tres son para el cuerpo, el último para echar la llave.

Hecha la presentación, poco se puede arreglar. “No va usted a hacer nada, ya”, dijera Fraga al asesor que insinuaba que la chaqueta estaba torcida. Sin haber empezado la entrevista, ya no había tiempo para cambios. Pasa a menudo. Claro que estaba mal puesta, ¡pero era ya inútil!

Esa mañana que a la corbata no le cae impecable el nudo, no importa cuántas veces se intente. Y salimos a la calle empeñados en remontar, creyéndonos el Real. Lo que mal empieza, ahí debería quedar. Hay que mitigar riesgos, llamar a la oficina y hoy no voy, por el bien de todos.

Después el cuerpo. El nudo, el desarrollo, la historia. Porque para contar algo es bastante importante tener algo que contar. Y entramarlo. Y dice la gente que no basta con eso, que también se debe planear qué hacer con ello, que es poner a nivel de tierra. La gente debe ser inteligentísima, porque tiene opiniones sobre todas las cosas. En el planear intervienen las intenciones más puras y los deseos más limpios. Nada tiene más peligro que las buenas intenciones.

Para contar se parte de un germen, y sobre él se ponen cosas. Se edifica para llegar a alguna parte. Normalmente llegando a otra. “-Hola, venía por lo de… -No es aquí. -Ah, perdone usted.” Una de las partes más difíciles de todo plan es ensayar la cara que mostraremos cuando veamos que los últimos objetivos no eran los que habíamos pensado. La decepción, por dentro, como la camisa y la procesión. “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento.” El mejor diseño llega a idéntico puerto, sólo dejando hacer al tiempo. El ordenado desconcierto.

Conviene, por tanto, soltar lastre y dejarse llevar. Fluir a la deriva, que es un rumbo como cualquier otro. Ya dijo Rajoy, pontevedrés errante, que no tomar una postura es una postura en sí. Y muy firme. Deriva que es que a uno lo desvíe, por ejemplo, el viento. No siempre de forma casual. A Kerouac le criticaron que escribía sus libros en días, sus mayores obras en apenas semanas, con su escritura beat, de perpétuo contraataque. Semanas, sí, recuperando años en el desierto, buscando un estilo. Si uno llega a estudiar los vientos, un día puede ser capaz de coger el bueno y que parezca que todo ha sido suerte. La deriva planeada.

Bebedor, deportista, pose chulesca y flequillo poderoso. Kerouac, el primer becario

Bebedor, deportista, desafiante, flequillado. Kerouac, el becario original.

Y queda un quinto, que vaya si los hay malos. Conclusión, despedida. Concluir es, poniéndonos estupendos, cerrar completamente un asunto. No hay peor cierre que aquél que no deja dudas en el aire. Hay que buscar la peonza danzando en la escena última, la intervención del morisco Cide Hamete Benengeli para despedir al Quijote.

Cuando se llega al final, nada se debe añadir. Los errores y los aciertos ya se han cometido, toca dar la mano al lector, mirarle a los ojos, ofrecerle un sorbo del mejor vino. El sabor de la última hora marcará el recuerdo, y siendo aquélla buena parecerá que han quedado grandes cosas en el camino. O que están por llegar. No importa que no se haya previsto nada más, la ilusión podrá crearlo.

Luís Teira
Plan de becario