No hay afán

En Galicia se admite el que uno sea original, pero no hasta el punto de irse a Madrid para no volver de ministro” dice Jabois que dijo Camba, que vaya usted a saber, de la sana costumbre gallega de plantarse al norte de la capital a poner orden. Antaño El Pardo, hoy La Moncloa, cualquier palacio es bueno para hacer y deshacer en los destinos de la patria. En simpar ataque de originalidad, yo no he aprovechado mi paseo bogotano para hacer lo que los gallegos solemos hacer en Colombia. Era mi primera vez en las Indias, y en mi casa siempre se ha dicho que la primera cita es para comportarse. Para dar disgustos sobra el tiempo.

Bogotá y sus cerros tutelares

Bogotá y sus cerros tutelares, Monserrate y Guadalupe.

Aquí no hay nada, sólo arena, decíamos ayer de Arabia. En lo que algún día fue nuestro -la emancipación es siempre tan dura como inevitable- nada les falta. Pocos lugares se pueden conocer en un par semanas, y Colombia claramente no es uno de ellos. El doble de amplia que España, igual de variopinta, incluso más parsimoniosa. De entre los muchos encantos de la fusión de lo lugareño y lo español, nada como la parsimonia con que se afronta el día a día.

«No hay afán», nada urge. Particular pachorra que esconde que, al final, todo sale bien. La planificación es buena, saltársela es mejor. Nuestra vida es desfile, la de allí callejeo. No es necesario seguir el guión para disfrutar el camino, cuyo mayor peligro es la incertidumbre, más importante es estar libre para las oportunidades que constantemente se cruzan en nuestras rutas.

Como entonces aprovechamos aquellos lares para traernos oro, hoy hay que ir a contagiarse del optimismo. Son bastantes los problemas en los que vive el país, empezando por la falta de infraestructuras y terminando en los bandazos de la política antiterrorista. Zapatero y Santos, dos caras de la misma moneda.

Igual que el replicante Roy Batty -si alguien no ha visto Blade Runner, por favor que abandone el edificio- vio naves incendiarse más allá del hombro de Orión, yo he visto peajes en vías de un carril a las que los nativos denominan autopista. Sin pudor alguno. Sin apenas lugar para el adelantamiento, con largos tramos de apenas un carril compartido por ambos sentidos por un corrimiento de tierras que, a juzgar por la naturalidad de los conductores, podría lo mismo llevar dos días que un año. Y qué decir de Bogotá, el tráfico de Bogotá. Sus turnos de circulación en función de la matrícula par o impar, en determinadas franjas horarias. Los motoristas sin casco. Los conductores al teléfono. Los atascos infinitos. «Estamos en un trancón, llegamos ahorita«. Porque ahorita no es diminutivo de ahora. Significa que algo sucederá cuando tenga que suceder. La gran calma.

Así como los contratiempos no merecen lamentarse, todo lo demás se celebra. En muchos casos regado con aguardiente antioqueño, destilado de melaza con un sabor a anís que se conserva semanas en el paladar -todavía no se ha borrado-, para asegurar que la fiesta sea dura. El famoso guaro. Probablemente sea el único plan al que no se aceptan desvíos. Otro asunto en el que la mezcla ha dado grandes frutos, con el inconveniente de que los españoles debemos estar atentos y no prestarnos a bailar como los lugareños.

Se trata de una disciplina en la que, al lado de los nativos, quedamos tan en entredicho como puede quedar nuestra pronunciación del inglés frente a la suya. Colón, como marino, no importó las prácticas más amaneradas. No caigamos, por tanto, en el error de querer librar batallas innecesarias. Estamos mucho mejor preparados para batirnos en lo relativo a los tragos, y siempre es inteligente crear a partir de las fortalezas. Puestos a sufrir resaca, por cierto, tome nota el lector de dos recomendaciones. El que les escribe ha leído sobre el asunto.

La primera, echar la culpa al mal de altura, el soroche. Casi tres mil metros de altura, no hay ningún riesgo en intentar jugar esa carta. La segunda, vivir al menos una fiesta en el célebre Andrés Carne de Res. No hay en toda España lugar tan singular. Llegado este momento celebro la fortuna de haber regresado a la madre patria sin teléfono móvil. No conservo ninguna foto de mi paso por el lugar, lo cual me ahorra el difícil trago de intentar encontrar alguna imagen de apariencia digna.

Podría pasar páginas y páginas contando lugares imprescindibles de Bogotá y alrededores, porque hoy dan lluvia y no juega el Real, pero no creo que pueda hacer honor a todos los sabores que desprende cada rincón de la pujante capital colombiana. Hay que subir a Monserrate, por su teleférico. Hay que visitar el Museo Botero, por Terremoto en Popayán. Hay que adentrarse en la Catedral de Sal, por el trampantojo de su cruz central. Hay que pasear la Candelaria, por su sabor tan español y tan extraño. Hay que paladear el Museo del Oro, por la balsa muisca. Sobre todo la balsa. Una pequeña figura en la que se adivina la esencia del país. Fina tarea artesana, excepcional materia prima, devoción a lo ancestral. Lo bello impera sobre lo racional.

La leyenda de El Dorado hecha balsa.

La leyenda de El Dorado hecha balsa.

Me conformo con que quede al lector el regusto de que tenemos mucho que aprender de nuestra querida hispanoamérica. Allí  se conserva la capacidad de improvisación que un día nos hizo Imperio y al siguiente nos ha hecho perder el norte. Nunca es tarde para regresar a la deriva controlada en la que tan bien nos manejamos. Que se queden los alemanes con la agenda y el protocolo. Volvamos a ser amos de nuestro rumbo. A jugar, que dijera García Márquez, «a que el reloj de la torre no diera las doce a las doce sino a las dos para que la vida pareciera más larga

Las mil y una torres

Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Aun lo malo, si breve, no tan malo. Urge traducción arábiga de don Baltasar, aquellas gentes no entienden de mesura. No es malo detenerse, desmontar las grúas, dejar de echar asfalto. Que nos miren a nosotros. Hace seis años abandonamos estos trabajos tan sucios y ruidosos, y es plena nuestra felicidad.

La torre más alta del mundo, y nada más.

La torre más alta del mundo, y nada más.

A Dubai a una reunión entre petroleras llega uno crecido, como quien se planta un miércoles cualquiera en Chamartín para jugar Copa de Europa. Fase de grupos o vuelta de una semifinal, Europa en el Bernabéu es quedar a solas en la barra con la mejor señorita del garito. Llega uno en taxi, no entiendo no llegar en autobús a las grandes citas. Ojalá ser Benzema por un día. El neceser en mano, estampado de iniciales, los cascos ladeados, del tamaño de dos cabezas, el chicle, con desprecio, en bucle infinito. Pero traje cruzado, y tupé magnífico.

Sentarse en la mesa, tras los protocolos de la plaza, y tomar el pulso, entre legañas. Coge las tarjetas con las dos manos, y léelas ante el titular, como muestra de respeto. Interrumpe la presentación para agradecer la invitación, nunca digas no, reformula las frases del interlocutor para acercarlas a tu postura, si discute sin interrumpirte estás ganando, debes volver a reformular sus palabras, estás ganando. Cómo saben los goles en Champions, quien lo probó lo sabe.

¿Este café es de aquí? Aquí no hay nada, sólo arena. Gran lugar para la melancolía. Decía Borja Sémper, en presentando un poemario al desamor que es lo más interesante que ha parido la política española en diez años, que nada como la angustia para escribir. Cualquier persona que quiera al Partido -los gallegos no lo llamamos PP, lo llamamos “el Partido”, porque no conocemos otro- debiera estar obsesionado con el desamor. A veces recuerdo que tenemos a Mariano al timón del país y busco una pistola, una soga, una dosis mortal de algo, y no los encuentro. Sí suelen aparecer botellas de whiskey, alegría, consuelo y bálsamo de mi corazón. Nada como el vacío para llenar hojas. Unos días más en esa ciudad surcada por autopistas urbanas, rascacielos semivacíos, centenares de grúas, millares de obreros, apenas dos millones de habitantes, y dejo a Neruda sin el honor de los versos más tristes. Difícil entender aquél ingenio, imposible amarlo.

Nómadas creando gigantes de cristal en los que no pueden vivir. Necesitan el calor -y el frío- de la arena. Como algunos en Madrid sentimos, a veces, un pitido que sólo cesa si cogemos el coche rumbo a la mar. La morriña no es echar de menos tu tierra, es notar la falta de tu medio. De lo que se come, se cría.

Luces muertas, antes que anochezca. Los obreros están sólos en la carrera por alcanzar todas las cumbres. La torre mayor, la silueta de rascacielos más larga, el aeropuerto mejor. A las cumbres no se corre, se camina. Falta el aire. Si va uno demasiado rápido, puede superarla sin percatarse. O peor, alcanzarla sin disfrutar. Las cumbres, como los objetivos reales, se miden, se ven, se tocan, se evalúan. Las obsesiones, como los powerpoints, se esperan, se persiguen, se desconocen, se temen en el fondo. Como Moby Dick desveló Ahab, Arabia anhela ser Europa. Igual que la ballena, disfrutamos viéndolos arrojarse al precipicio, en frenética generación de la nada más absoluta. No se pueden suplir siglos de errores, genios, rupturas, con dos años de dinero. Poderoso caballero, pero no tanto. Igual que la ballena, observamos aquél desenfreno con la tranquilidad del que sabe que cuándo ellos llegaron, nosotros ya estábamos. Cuando ellos desaparezcan, nosotros seguiremos.

Gigantes con pies de arena.

Gigantes con pies de arena.

No es casual mi obsesión por la mayor obra de Melville, para mí la más grande de la literatura estadounidense. Cuando uno vive en el petróleo, tiene que saber por qué el mundo lleva girando más de siglo y medio al compás del oro negro, saber si éticamente puede vivir de esto, saber si otros mundos son posibles más allá del megáfono de algunos. Porque nadie puede vivir en un dilema. Uno, que si por algo se caracteriza es por la escritura deslavazada y por un pragmatismo a la gallega -pragmatismo á feira, podría decirse-, se ha cuestionado lo del aceite de las rocas más allá de Orión, que diría aquél. Drake, Edwin, salvó a las ballenas gracias a su primer pozo en Pensilvania, 1859. Innumerables las flotas balleneras de japoneses, americanos -llenas de portugueses y gallegos-, ingleses, holandeses y franceses. La revolución industrial avanzaba conforme los arponeros alcanzaban al animal, del cual se extraían barriles y barriles de grasa, con toda la eficiencia que permiten las operaciones en alta mar, con un bicho de toneladas atado al costado de una embarcación de madera. Es probable que los cachalotes hayan cazado muchos más humanos que lo contrario. El precio del progreso.

En lugar de nutrir nuestras industrias, nuestras casas, con los aceites y ceras de las grasas balleneras, el ser humano fue capaz de entender cómo extraer y procesar el líquido negro que llevaba miles de años bajo tierra. Y algo sabemos los españoles. En nuestra Al-Andalus ya se utilizaban rudimentarios refinos del petróleo – del Magreb, de Arabia… y dizque de Doñana- para usos médicos y militares. Hoy no hay que matar ningún animal, ni poner sistemáticamente en peligro cientos de vidas humanas, para calefactar un hogar, dar energía a un motor o iluminar una plaza. Entiendo, no obstante, los reparos de mucha gente a lo petrolero. No es sencillo informarse sobre una cuestión tan compleja. En su lugar, prefieren la comodidad ética de inventos como los biocombustibles. Bio a costa de afectar los mercados alimentarios mundiales, a costa de detraer inmensos terrenos de los cultivos o usos habituales del lugar para dejar paso la soja, la palma y tantos otros mejunjes con que se mezcla el petróleo para contaminar más, para dormir tranquilos.

Algún día encontraremos un sustituto de verdad. Y caerán los gigantes de cristal, y nosotros lo veremos. Después todo se derrumbó, y la gran mortaja del mar ondeó al igual que ondeaba cinco mil años atrás. Que dijo Melville.

Luís Teira

@luisteira